Por un pequeño hueco entre la ventana y la cortina miro hacia abajo. No veo el antiguo rolls royce por cuyos guardabarros delanteros nos deslizábamos a modo de tobogán, siempre con un ojo puesto en la puerta de la tienda de ultramarinos por si salía el dueño. Tampoco se ven las marcas de tiza en las aceras con nuestros campos de fútbol imaginarios. A la papelera en la que arrojábamos nuestros restos de merienda le han quitado el alma y le han agrandado el cuerpo. La vecina de enfrente, que con tan mal genio nos encorría escoba en mano, ya no va en bata. El bar donde nos refugiábamos para ver furtivamente alguna corrida de toros o algún partido de la selección, es una cafetería de etiqueta, donde las señoras de postín toman su café y su suizo a media tarde.
Un chico pasea con su consola, los coches se detienen en el semáforo, el notario sale sin papeles y yo, pienso, que ésta no es mi calle.
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