Deseaba con ahínco que llegara la noche. Durante el día no podía soñar. Cuando lo hacía, siempre tenía a su lado al aguafiestas de turno que le devolvía a la realidad; unas veces en forma de vozarrón, otras, por el propio entorno.
En la soledad de su habitación todo era distinto. Solamente era su propio yo el que podía interrumpirle. Y casi nunca lo hacía. Era muy ingrato defraudar a su propio dueño. Desde heroicidades diversas, hasta un palacio en la ciudad, pasando por no sé cuantas fortunas a bordo de su Ferrari. Todo cabía en ese pequeño cuarto. Pero cuando por la mañana abría la puerta, todo se disipaba a través del pasillo y se colaba sin remisión hasta la calle por la ventana del comedor, que siempre quedaba abierta.
¡Buenos días!¿Habéis dormido bien?, preguntaba con un poso de tristeza.
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