En mi época
era una costumbre poner al primer hijo varón el nombre del padre y a la primera
hija el nombre de la madre. En su defecto, se tiraba de santoral, y si uno
tenía suerte, podía tener un nombre acorde a su aspiración de no sonrojarse al
ser nombrado.
En mi
caso, me iba a llamar Tomás, pues nací con el antiguo santoral un siete de
marzo, festividad entonces de Santo Tomás. Como mandaba la primera opción, me
llamo Ernesto por mi padre. Pero a alguien se le ocurrió la brillante idea de
adosarme un nombre al lado aprovechando la festividad del Angel de la guarda,
por aquellas fechas el 1 de Marzo. Digo brillante idea, porque me suena mejor
Ernesto Angel que un supuesto Ernesto Tomás. No obstante hay compuestas que no
cuadran. Suena muy bien si dicen Gin-tonic, Gin-Kas, Calimocho, pero… eso de Ernesto Angel… y, peor todavía, Ernesto Tomás…
Con el
tiempo, como si se tratara de la teoría de la evolución, el Angel lo fui
perdiendo. Recuerdo una anécdota con una médica que me llamaba continuamente
Ernesto-Angel. Enseguida yo replicaba diciéndole que me llamara Ernesto, que
Angel no me gustaba, a lo que ella me contestaba: “Pues yo me llamo Maria de
los Angeles”. Lapsus que todavía recuerdo
Una vez
conseguido que la gente se adaptara a mi nombre empecé a sentirme bien. Al
principio siempre uno envidiaba a los que se llamaban Pepito, Javi o Carlos por
poner un ejemplo. Cuando me llamaban en voz alta, todos miraban para mí. Odiaba el momento de pasar lista. Era un
nombre poco común y no aceptaba que todas las miradas se clavaran en mí.
Con la
obra de Oscar Wilde “la importancia de llamarse Ernesto” se nos empezó a hacer
justicia. Fue un punto de inflexión y con el Ché Guevara, Ernesto Sábato etc…
acabamos colando nuestro nombre poco a poco en la sociedad. Hoy me enorgullece
llamarme así.
Y para los
posibles lectores de este blog, decir que, Oscar Wilde no me dio ninguna
importancia y os permito dirigíos a mí poniendo mi nombre con minúsculas.
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