Eran muchos los que dudaban de aquél apuesto africano que tarde tras tarde se encaramaba en lo alto de aquella fuente. La sesión era siempre repetitiva: de un brinco saltaba la zona de agua y después trepaba hasta el último centímetro de aquella imagen parduzca que recordaba a no se sabe quién. Estaba encaramado cuatro o cinco minutos y descendía. Era su momento de gloria
Los bancos, repletos de jubilados, hacían caso omiso. Era la misma historia de todos los días y ya no se sorprendía nadie. Comentarios de todo tipo, fotografías de curiosos inmortalizando el acto, y una pregunta en el aire: ¿por qué lo hacía? Nadie podía responder
Pasado un tiempo, aquello se acabó. Aquél personaje que tantas y tantas tardes les había entretenido no estaba en la plaza. Desapareció como si hubiera fallado en el primer salto y se hubiera deshecho en el agua como una pastilla efervescente.
Hoy la plaza sigue donde siempre. Con sus corrillos de ancianos, niños jugando y gente de paso. La imagen más que parduzca, es negra, como queriendo recordar al hombre que tantas veces la abrazó.
He esperado a la hora de siempre, y por el fondo de una calle estrella que da a la plaza, conduciendo su silla de ruedas, con sus extremidades inertes en el reposapiés, observo a un hombre de raza negra que, con nostalgia, y los ojos humedecidos, mira a la parte alta del monumento. Pasa inadvertido. Nadie parece reconocerle, pero es él.
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