El amanecer está dando sus primeros vagidos. Unos hombres pasean sin rumbo buscando una oferta. A la llegada de los camiones, las carreras se suceden. Ganan los que consigan un jornal para echarse algo a la boca. Camión grande, sueldo grande –piensa para sí Genaro-. Ayer no bebió y hoy se encuentra ágil para llevar los cientos de cajas hasta su destino final. Esta vez ha tenido suerte y presume encaramado en la caja del trailer de mayor dimensión.
-¡Pollos! –exclama- ¡Hoy me toca descargar pollos!
Bajo la atenta mirada del dueño, una, dos tres,…, ¡hasta seis cajas de una tacada! Sus robustos brazos se lo permiten. Va poco a poco tanteando. Son sólo tres escalones pero muy traidores. Un paseo tras otro, siempre cargado. Genaro mira hacia el camión limpiándose el sudor acumulado debajo de su boina:
-¡Ufff! ¡Ya va quedando menos!
Son las siete y media y las mujeres madrugadoras llegan a comprar. Genaro pasa a duras penas entre ellas, siempre pidiendo paso con su frase habitual: “¡cuidado, mancho!” Grito que, por otro lado, se pierde entre los vozarrones de los tenderos que empiezan a cantar las excelencias de sus productos. Ahora el peligro estriba en no tirar toda la carga por culpa de un inoportuno choque.
¡Ultimo viaje! Esta vez son siete cajas. Han pasado dos horas y media y en el camión solo queda el toldo. Genaro coge los billetes que le entrega el dueño y raudo se dirige a recuperar fuerzas al bar de costumbre.
Genaro, ¿cómo ha ido hoy? –le pregunta el tabernero
-No puedo quejarme. Hoy comeré.
Dejo la plaza en pleno bullicio. Paso junto a un grupo de estos hombres, que comen un bocadillo en la calle.
Es el mercado, que hoy, me ha enseñado su alma.
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