LA COLECCIÓN
Moncho
era gordito, bajo, colorado de mofletes.
Cara de pillo. Su fisonomía me recordaba a esos niños que se acercan, te dan una patada en la espinilla y echan a
correr. Cada tarde, al llegar a su casa, siempre rodeando la iglesia para no
tener que justificar recientes ausencias,
cogía el bocadillo y dejaba los libros. Era un gesto maquinal en el que
resultaba difícil adivinar qué cosa hacía primero en aquél dinámico
alarde.
La
primera visita era ineludible. La panadería. El hijo de la panadera, Juanjo,
era su amigo preferente. Aquél que le consiguió el último cromo de un álbum que
ya se resignaba a no completar. Esa
estampa con la figura de un apache en posición sentado que le trajo
de cabeza durante meses. Desde aquella, Moncho se sentía en deuda
y le rendía sumisión todas las tardes haciéndole compañía en la
trastienda.
Cuando se despedían, el
procedimiento era siempre igual. Una rayita en el calendario y un día menos. Su
particular cuenta atrás iba paulatinamente menguando. En un par de meses
podrían abandonar la trastienda y salir a la calle.
Mientras, el centenar de bolsas de pan de molde,
abiertas clandestinamente para conseguir el cromo, se apilaban en una
estantería a la espera de ser devueltas. Una rebanada miraba al
exterior aprovechando la improvisada mirilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario