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"No existen más que dos reglas para escribir:

tener algo que decir, y decirlo" (Oscar Wilde)

viernes, 4 de mayo de 2012


            LA COLECCIÓN



        Moncho era gordito, bajo, colorado de mofletes.  Cara de pillo. Su fisonomía me recordaba a  esos niños que se acercan,  te dan una patada en la espinilla y echan a correr. Cada tarde, al llegar a su casa, siempre rodeando la iglesia para no tener que  justificar recientes ausencias, cogía el bocadillo y dejaba los libros. Era un gesto maquinal en el que resultaba difícil adivinar qué cosa hacía primero en aquél dinámico alarde. 

            La primera visita era ineludible. La panadería. El hijo de la panadera, Juanjo, era su amigo preferente. Aquél que le consiguió el último cromo de un álbum que ya se resignaba a no completar.  Esa estampa con la figura de un apache en posición sentado que le trajo de cabeza durante meses. Desde aquella, Moncho se sentía  en deuda  y le rendía sumisión todas las tardes haciéndole compañía en la trastienda.

Cuando se despedían, el procedimiento era siempre igual. Una rayita en el calendario y un día menos. Su particular cuenta atrás iba paulatinamente menguando. En un par de meses podrían abandonar la trastienda y salir a la calle.

Mientras,  el centenar de bolsas de pan de molde, abiertas clandestinamente para conseguir el cromo, se apilaban en una estantería a la espera de ser devueltas. Una rebanada miraba al exterior aprovechando la improvisada mirilla.

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